jueves, 25 de septiembre de 2008

EN EL PRINCIPIO

2008
Hace frío en mi escritorio. Como en el del monje. Es una noche de setiembre y en la tarde llovió hasta que el suelo dijo suficiente y aún un poco más. Yo, por supuesto, me llevé lo peor de la lluvia. Cuando llegué al apartamento los zapatos sonaban como un gato de hule cuando le aprietan la panza, y les salía agua por todas partes. Los jeans, ni para qué. Entrando me tuve que quitar todo y sentarme a secarme bien los pies antes de hacer cualquier otra cosa. Pero ni así, poniéndome medias gruesas y pantalones secos, se me quitó el frío. Tampoco me ayudó el té de manzanilla ni el suéter que me puse al rato. De verdad hace frío, y las celosías bien cerradas no lo contienen. Y ahora tengo que escribir, y el frío me tiene las ideas congeladas.
Entonces me pongo a escribir otra cosa. Cualquier cosa. A escribir otra vez sobre este monje que me tiene obsesionado, como pocos otros personajes en mi vida. Y a repetir en mi mente, otra y otra vez, las primeras líneas del Evangelio según San Juan y el primer párrafo del monje con dolor de pulgar, las palabras que soy capaz de recitar hasta hipnotizarme, y que se han entretejido en mi vida hasta lugares insospechados, después de que al principio parecían ir contra todo lo que yo había llegado a creer.
Todo empezó cuando mi amigo Casimiro me dijo que se acercaba una tormenta. Eso fue en 1993. Yo no entendí muy bien al principio, como no entendía casi nada de lo que decía Casimiro en ese entonces. Pero Casimiro, que hasta ese día me había dejado en paz después de un par de provocaciones, esta vez insistió en lo de la tormenta, una y otra vez, hasta que yo me cansé y le respondí: "¿Bueno, y eso qué, es bueno o malo?"
Casimiro sonrió satisfecho, como lo hacía siempre que lograba impacientarme. "¿Quién sabe? Pero va a ser fuerte."
Recuerdo que me volví hacia mis amigos, Alfonso y Elías, la pareja que me había llevado a conocer al viejo que decían admirar, a quien llamaban El Profesor. Pero ellos se limitaron a observarnos con mirada divertida. Entendí que esperaban que le siguiera la corriente a Casimiro. "¿Y entonces qué hago?" dije por fin. Pensé que estaba diciendo cualquier cosa. Solo quería quitarme al viejo de encima.
Casimiro sonrió otra vez. "Bailar, ¿qué mas?"
"Bailar…"
"Sí, bailar."
"Entonces estoy bien”, le dije, “yo voy a bailar todo el tiempo."
"¿Y qué hacés cuando bailás?"
"¿Cómo, qué hago? ¿Aparte de bailar?"
Me sorprendí respondiendo con un tono más brusco de lo normal. La cosa cada vez iba peor. No me había ido solo porque algo en mi programación me había enseñado a soportar situaciones como esa con cierta gracia. Pero ya había decidido que no iba a volver a aceptar invitaciones que incluyeran a Casimiro, e incluso pensé por un momento si quería seguir de amigo con Alfonso y Elías. Ellos habían sido geniales conmigo y los admiraba por muchas razones, pero esta parte de la amistad simplemente no la entendía.
"Sí, sí, ¿qué más?" insistió Casimiro.
"Nada, la paso bien y ya. Veo quién está, quién me gusta, hablo con mis amigos, lo normal."
"Ya... lo normal. ¡Qué maravilla! Dos o tres años, y ya salir a bailar le parece lo más normal. Está bien. No, no, en serio, está bien."
Casimiro hizo una pausa. De pronto su semblante cambió y sus ojos se fijaron en mí con una intensidad alarmante. Por un instante, me pareció reconocer un destello de furia. Pero casi tan pronto, el viejo suavizó su mirada y volvió a sonreir. "Hay que celebrarlo."
"¿Celebrarlo?" Inesperadamente, escuché una nota de afecto en la voz de Casimiro; parecía poco ante todas las necedades con las que el viejo me había torturado desde que lo conocí, pero el cambio, para mí repentino, me sacudió de mi cinismo porque me dio un primer destello de comprensión. Mi enojo comenzó a disiparse lentamente, y se me ocurrió que el viejo no se había estado burlando de mí después de todo.
"¡Claro que celebrarlo! ¿Que por qué? Sí, yo sé, cuando estás adentro, nada más importa, y hay mil caras bonitas, y con suerte te dan pelota y están todos tus amigos. Y parece lo más normal... Bendito sea Dios. Pues justamente. Hay que celebrarlo. Así que no me digás que vas y bailás y ya."
"Bueno, pero entonces, ¿usted qué haría?" Esa vez, traté de sonar más cortés. Casimiro había abandonado su pose de viejo charlatán; su mirada juguetona e intimidante de siempre se había convertido en una de profunda ternura.
El viejo sonrió como nunca antes de responder.
"Idiay muchacho, ¡bailar!"

Tal vez todo había empezado unos meses atrás. A veces es difícil decir con certeza qué pasó cuándo, porque en ese momento mi mente estaba ocupada con muchas otras cosas que parecían las más importantes. Y por supuesto, en ese momento, lo eran, y exigían tanto de mi atención como lo hacen ahora las cosas que importan hoy. Es sólo que en esos primeros meses de 1993, y a pesar de tantos años de lo que yo consideraba una educación muy sólida, mi atención todavía estaba, por decirlo así, muy poco o nada entrenada para ver más allá de mis inquietudes inmediatas. Claro, en ese momento yo jamás habría aceptado semejante cosa: en mi último año de Bachillerato en Comunicación en la UCR, con un historial acádemico impecable, e involucrado en un sinfín de proyectos de cierto prestigio en los medios universitarios, nunca habría considerado creer que no había llegado a un alto grado de lucidez en la comprensión del mundo y de lo que hacía falta para arreglarlo. Igual yo era el primer abanderado del “nunca hay que dejar de aprender y de crecer”, pero simplemente, mi concepción de las cosas no dejaba espacio para teorías que sonaran supersticiosas o poco inteligentes. Había pasado los últimos tres años construyendo las bases de mi divorcio de la religión y de la fe y desarrollando mi sistema de creencias sustitutas, las que me parecían inspiradas en una ética irreprobable, y sobre todo, las que abrían la puerta a lo que yo consideraba la libre y justa expresión de mi persona. Así, fue con un arrogante desdén hacia lo que consideraba superstición y puras tonterías que reaccioné inicialmente a todo lo que sucedió en ese momento: a la aparición de Casimiro y sus necedades, claramente, pero incluso antes, a la novela que se desencadenó cuando me di cuenta de que Gabriel, mi hermano menor, estaba dando sus primeros pasos en el descubrimiento de su propia sexualidad, y justo después, cuando mi primera verdadera relación amorosa se vino abajo, precisamente cuando yo la creía en camino a su punto más alto, y Alfonso y Elías aparecieron en mi vida.